El Pontífice visitará la cárcel de mujeres de San Joaquín el próximo año.
Esta es la historia de cuatro internas que sueñan con recibir el perdón del Santo Padre por sus acciones. En el recinto, donde conviven 600 condenadas, el ambiente es predominantemente católico. Muchas buscan la redención por medio de la espiritualidad, con la madre Nelly León, capellán del establecimiento, como la gran figura de referencia.
La espátula entra rápida a la gran fuente con crema chantilly y saca un buen montón, que esparce rápidamente sobre un bizcocho humedecido con jugo de piña y duraznos en conserva. "Le haríamos una torta bien linda al Papa Francisco. La más linda", dice Francisca Domínguez, desde el taller de repostería de la Cárcel de Mujeres de San Joaquín. Los dulces que prepara y la alegría de su voz no delatan a una mujer que está condenada a cinco años y un día por robo con intimidación.
La vida en prisión significa, para muchas mujeres, no solo perder la libertad, sino también no presenciar hitos de la vida de sus hijos. Perderse los primeros pasos y palabras, sus graduaciones. Vivir en la cárcel es una tarea solitaria, a pesar de compartir un espacio cerrado con otras 600 mujeres. Y muchas de ellas recurren a la fe para sobrellevar este proceso.
Eso explica que el anuncio de la visita del Papa Francisco al penal el próximo año tiene a muchas de ellas entusiasmadas. Una ilusión que atesoran en medio de la gris realidad que les toca vivir cada día. Estas son cuatro historias que buscan la expiación de sus acciones.
Culpa
El penal es un lugar frío, que el sol de invierno no alcanza a entibiar. Pasillos estrechos -que se angostan aún más por la presencia de escaleras- y limitados por rejas o paredes húmedas contrastan con los corredores amplios, que funcionan como divisiones entre las distintas áreas donde viven las internas, dependiendo del crimen que hayan cometido.
Entre las gruesas paredes de hormigón, pintadas de un pálido color durazno, están el liceo, donde pueden terminar su educación; los talleres, en los que pueden aprender desde mecánica a repostería; y la capilla.
"Es difícil estar acá. Nunca había estado detenida ni tampoco tuve un problema con la justicia, hasta ahora. Nadie de mi familia es delincuente, y eso ha arrastrado muchas cosas", dice Valentina Araya, condenada por homicidio y quien actualmente cumple una pena de seis años, de los que ya lleva cuatro. En el penal se convirtió en madre, ya que entró, sin saberlo, embarazada, y crió a su hijo en el recinto hasta cerca del año y medio, cuando se lo entregó a su familia, para que no creciera tras las rejas.
Valentina, que tiene los labios pintados de un rosado fuerte y los ojos muy delineados, dice que no es culpable. Que sí lo es su ex pareja, a quien conoció cuatro meses antes del crimen. Ella estaba con él al momento del asesinato, y cuando la imputaron, él declaró en su contra. Por eso le cayó la misma sentencia a ambos. "No sé si alguna vez me llegue a perdonar lo que hice, porque también estuve ahí, en la situación", se lamenta. Dice que su gran error fue no haber sabido la verdad de su pareja de ese entonces: que arrastraba 22 condenas cumplidas.
"Mi dormitorio es conflictivo y difícil. Mi forma de ser les molesta, porque yo nunca he delinquido, y ahí, la que tiene más condenas, que ha caído más veces presa, es la más chora", dice. En ese escenario, ella se acuesta y reza por sus compañeras, y le pide a Dios que le dé la fuerza para perseverar, para seguir y poder salir pronto.
Cuenta que su familia es católica, pero que desde que ingresó al penal su fe aumentó, porque es una forma para lidiar con la soledad. "Yo creo que la visita del Papa va a ser una bendición. Este lugar está lleno de maldad. Aquí hay todo tipo de personas y una presencia como la de él puede tocar sus corazones, aunque no a todos", asegura. "Su presencia es algo que a mí me tocaría mucho", explica.
A pesar de alegar su inocencia, el solo hecho de estar condenada la ha obligado a reconsiderar su forma de ser. "Yo soy una mala persona por el hecho de estar aquí, de haberles hecho daño a mi familia, a mis hijos", dice. Otro motivo que inspira sus rezos.
Francisca Domínguez habla fuerte, por sobre la radio que suena en la cocina. A sus 36 años, le quedan cuatro dentro del penal, por estar condenada por robo con intimidación. Es una de las mejores pasteleras dentro del penal, y varias guardias e internas dan fe de su buena mano. "Cuando una está en la calle haciendo algo malo, anda pálida, con la angustia de que te van a pillar. Y siempre te pillan", dice, extrañamente alegre.
Sus visitas son muy limitadas, porque no quiere que sus hijos o su madre tengan que relacionarse con ese ambiente. Solo su padre la va a ver. "Estar privada de libertad, lejos de tu familia, te deja vulnerable. Entonces, uno se acuerda de que hay que encomendarse al de arriba para poder hacer las cosas bien", explica, mientras esparce frutas picadas sobre el bizcocho. Agrega que encuentra "estupenda" la visita del Papa, "porque todo lo que tenga ver con bendiciones, es bien recibido por las internas".
Arrepentimiento
"Cuando estuve presa en 2009 yo estuve sola. Yo sé lo que es no tener visitas ni encomiendas. A mi hijo me lo separaron, y dije nunca más me vuelvo a meter aquí, pero solamente por mi hijo", dice Verena Sepúlveda. Pero cayó nuevamente al año pasado, por microtráfico. Cuenta que ella no estaba vendiendo droga, sino que invitó a una amiga a almorzar, y al esposo de ella lo estaba siguiendo la PDI, porque él sí estaba en el negocio. Cuando lo detuvieron, estaban los tres en su casa, y la acusaron a ella, a pesar de que no encontraron droga en su casa, asegura.
Verena salió en libertad ayer, y logró por fin reunirse con sus hijos, el menor de tan solo tres años, y su marido. "Quiero recuperar el tiempo con mi bebé, porque ahora lo veo y ya camina; no usa pañales, sabe hablar", dice. A diferencia de sus compañeras, ella no estará para la visita del Papa, pero planea ir con su familia a verlo al Parque O'Higgins. También tiene contemplado volver a la cárcel, pero como visita, porque adentro deja amigas que nunca esperó hacer. Y, además, está invitada a volver para la misa que oficiaría el Santo Padre al interior del recinto.
Dentro del penal coexisten muchas creencias, pero la católica es la predominante. Y buena parte de eso, explican las reclusas, se debe al trabajo de la madre Nelly León, la capellán del recinto. Para las internas es una fuente de alegría, quien escucha sus penas y las ayuda con las visitas y encargos para sus familias. "Ella es el sinónimo más grande de caridad, totalmente desprendida. Ha forjado su vida a través de nosotras, porque lleva muchos años trabajando acá", dice Francisca Domínguez
"A la madre Nelly la voy a extrañar. Ella es un apoyo, como un familiar", dice Verena Sepúlveda, con la voz quebrada. "Es una persona que cuando uno le pide ayuda, ella siempre está ahí", comenta, sonriendo, Valentina Araya. Para buena parte de las residentes del penal, la figura de la monja es una de esperanza e iluminación.
"Estuve participando harto en la religión católica, pero ahora me voy por los evangélicos. En la cárcel me acerqué a ellos", asegura Jeanette Santibáñez, a quien la condenaron por tráfico de drogas. Dice que lo que más lamenta es haber dejado a su familia, y que el tiempo en la cárcel y los tres años que le quedan la han ayudado a entender sus errores.
"Cuando estaba en la calle, no aproveché mis cosas. Aquí me doy cuenta del daño que le hice a mi vida, porque gané un poco de plata, pero perdí mi libertad. Aquí yo trabajo. ¿Por qué en la calle no lo hice y lo vengo a hacer aquí?", se lamenta.
De sus hijos sabe poco. No los ha visto desde febrero, porque dice que cayeron en las drogas. Le resulta un castigo divino, porque ahora ellos son víctimas de la misma sustancia que ella vendía. "No me ponía en el caso de esa familia que sufre por la droga, pero ahora lo vivo en carne propia", dice, y carraspea para no llorar.
Ahora espera que la visita del Papa le proporcione alguna clase de consuelo. Asegura que lo único que quiere es redimirse frente a su familia, salir para poder ayudar a sus hijos y volver a poner su negocio. "No sé qué esperar del él. Me lo imagino como un santo. Me gustaría que me abrace para sentir su perdón".
Aceptación
Un elemento que tienen en común las cuatro, y que dicen compartir con buena parte del penal, es el aceptar sus actos y hacerlos parte de sus vidas. "A mí me ofrecieron borrar mi hoja, mis antecedentes, pero dije no, porque nunca más voy a volver", dice Verena Sepúlveda. A horas de su liberación, explica que ella se siente en deuda con Dios, porque "me dio a mi marido, que pensé que me iba a dejar, y a mi jefa, que testificó a mi favor y gracias a eso me dieron una menor condena". Ahora quiere volver a su trabajo como asesora del hogar, al mismo lugar donde estaba antes, con la mujer que la ayudó a recibir una menor condena.
"Cuando salga me voy a dedicar a la repostería. Estoy entusiasmada con eso. No quiero volver nunca más a un lugar así", dice Francisca Domínguez, mientras termina de esparcir crema sobre una torta. Sus compañeras, que la escuchan, bromean diciéndole que no se pasa tan mal adentro. Y por sobre la música, Francisca hace un gesto que sí, que se pasa mal adentro, porque cada día recuerda cada error que la llevó hasta este lugar.
El Papa Francisco estará en Chile entre el 16 y 18 de enero. El penal de mujeres de San Joaquín será el único recinto de este tipo que visitará.
Diario el Mercurio.
Domingo, 20 de agosto de 2017
Aldo Lingua M.
Reportajes